1.3.09

la pura verdad

Wronsky no veía nada ni a nadie. Se sentía dueño del corazón de Ana, no porque lo fuera en realidad -no creía haberlo logrado aún- sino porque las emociones que ella había despertado en él lo llenaban de felicidad y de euforia.

¿Qué resultaría de todo ello? No lo sabía aún: ni siquiera se había detenido a pensar sobre esta cuestión. Lo cierto era -lo observaba con placer- que todas sus energías, hasta entonces diseminadas y aisladas, se encaminaban ahora, con un vigoroso y unánime impulso, hacia un único y bendito fin.

Se sentía profundamente feliz. Sabía muy bien que aquello que él le había dicho era la pura verdad, que iba adonde iba ella, que esto constituía el más claro anhelo de su vida y le llenaba de felicidad, una felicidad que procedía del sonido de su voz y de su presencia.


Ana Karenina

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