25.7.09

Esta fácil y sencilla felicidad

El cántaro fresco

Han traído para el almuerzo un ventrudo recipiente de barro lleno de agua recién sacada del pozo. Y es ésta tan fría que, rezumando por todos los poros del cántaro, ha cubierto la rojiza superficie de un fresco manto húmedo. A trechos, el vapor acuoso es más espeso y forma gotas gruesas que caen sobre el mantel blanco. En el comedor reina una penumbra dulce. Por un rendija del postigo entra, tendiéndose en la parte superior de la ventana hasta el piso del centro de la habitación, como una tirante cinta amarilla, un rayo de sol que, en el suelo, se concentra simulando un ovillo dorado. A veces, al mover un ligero soplo de brisa la cortina, el redondel de sol se mueve también, y Titanio, el pequeño terranova que hace rato lo observa, salta sobre él. Y ladra al ver que lo que él quizás supone un extraño insecto, se trepa como una mariposa burlona a su pata peluda. De la cocina llega ruido de loza; del patio, un chirriar confuso de cigarras. En espera del almuerzo empieza a invadirme la modorra de este cálido mediodía de diciembre. Mi hijo, con esa sana hambruna de los seis años, pellizca un trozo de pan, sentado ya en su sillita, junto a la mesa, esperando la llegada del padre. Mis agujas de tejer, la labor, el ovillo, han resbalado poco a poco de mi falda a la estera. Yo apoyo mi mejilla en la fresca superficie húmeda del cántaro. Y esta fácil y sencilla felicidad me basta para llenar la hora presente.

Juana de Ibarbourou
Del libro El cántaro fresco (1920)

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